Devolver el significado a la palabra política es una oportunidad para construir una nueva narrativa del mundo, la sociedad y los vínculos que vivimos. Las palabras nunca son solo palabras porque dan forma a la imaginación y, por tanto, influyen significativamente en la realidad. Estamos en una época en la que cada vez es más difícil navegar en la complejidad y, en esa complejidad, buscar el bien posible. Pero también en esta época hay que recuperar la belleza de la palabra política, recuperando la amplitud de significados y formas, de modalidades y niveles en los que nos implica y compromete. Solo así es posible despertar en todos la responsabilidad hacia nuestra comunidad de vida.

La política redescubre su sentido profundo cuando cada uno empieza a pensar y a actuar en términos de comunidad. La política es cuidar de la polis, de lo que es común. Hacer política es una forma de servicio, una asunción de responsabilidad que saca fuerzas de la escucha profunda y atenta de la realidad y de sus necesidades. Hay algunas características de la buena política que podrían caracterizar a quienes se dedican al servicio político. El sociólogo alemán Max Weber, en particular en una de sus conferencias de 1919 titulada La política como profesión, hablaba de cuatro rasgos: profesionalidad, responsabilidad, previsión, serenidad.

1.- La profesionalidad

Hacen falta profesionales de la política –¡no es una mala palabra!– que tengan una ética firme y reconocible, que escuchen la realidad con competencia y busquen soluciones reales con instrumentos adecuados y visiones políticas clarividentes y acertadas.

2.- La responsabilidad

Implica ser capaz de evaluar el peso y el significado de las propias acciones, significa asumir las consecuencias de las propias elecciones, no huir ante las crisis, sino implicarse personalmente, no inflar los miedos ni sacar provecho de ellos. La responsabilidad está ligada al término respuesta. ¿Ante quién es responsable un político? Ante las instituciones, todos los ciudadanos, sus votantes, partido político, pero sobre todo ante su propia conciencia. Existe una ética de la responsabilidad (que se refiere a las consecuencias previsibles de la acción) y una ética de los principios (que se refiere a los principios por los que uno dirige su acción). En la práctica, ambos aspectos deben estar presentes. Después será la sensibilidad y la conciencia del político individual el sopesarlos y equilibrarlos en las distintas situaciones, que nunca son blancas o negras, sino que siempre presentan un alto grado de complejidad y necesario discernimiento.

3.- La previsión

La visión de futuro lleva a considerar y sopesar los efectos a largo plazo de cada elección. Frente a una política que quiere todo, ahora, y que parece perseguir solo el consenso, la visión de futuro es hoy una verdadera profecía de esperanza. No me refiero solo a la capacidad de mirar lejos, sino más profundamente a la capacidad de intuir y emprender nuevos caminos, capaces de construir el bien común de manera estable, duradera y para todos. La retórica política que solo se centra en el presente, olvidando el legado del pasado y eliminando toda responsabilidad por el futuro, es peligrosa. La buena política ni lamenta el pasado ni huye hacia el futuro, sino que recoge lo bueno y toma decisiones sabias en el presente que miran al futuro. Esto es la esperanza, y esta capacidad se nutre también de la imaginación, que es un precioso espacio de creatividad para buscar y encontrar soluciones innovadoras y nuevos caminos para retos a menudo inéditos.

4.- La serenidad

La calma es necesaria para hacer resonar en uno mismo el tiempo presente con sus acontecimientos y sus resonancias, las tendencias y movimientos sociales, los valores y sentimientos de la gente. Esta escucha atenta nos hace ver mejor, agudiza nuestra mirada, afina nuestro oído, nos ayuda a considerar los recursos disponibles, a contextualizar los problemas, a llegar a la raíz de las cuestiones. Solo con una actitud serena podemos dar orden a lo que vivimos y llegar a ser capaces, poco a poco, de no dejarnos abrumar solo por lo que parece más urgente, sino de abordar lo que, en cambio, es más importante.

La democracia exige cuidado y atención porque se refiere a una realidad preciosa pero también frágil. Una política orientada a la construcción sabe que necesita la ayuda de todos, sin excluir a nadie. La democracia, como un coro, funciona cuando las distintas voces armonizan en una sola sinfonía. Si se excluye una sola voz, ya no es la misma y la comunidad de vida que todos formamos la echa de menos. Hoy en día, la democracia es frágil porque está expuesta a numerosos ataques externos e internos. Está cada vez más amenazada por el grave riesgo de la incomprensión, la reducción y la banalización. La democracia nos impulsa a abandonar una visión individualista de la vida y a pensar en términos de colectividad. Esta comunión nos permite vivir una democracia sustantiva, no solo de palabra. Una sociedad es democrática no solo cuando garantiza elecciones libres en momentos predeterminados, sino cuando todos nos sentimos parte de un destino común mediante el ejercicio consciente de derechos y deberes.